22 octubre 2006

M. NIGHT SHYAMALAN: METAFÍSICA CINEMATOGRÁFICA PARA EL SIGLO XXI.

Frente a la enorme cantidad de protestas en contra del cine basura que se produce hoy por hoy, lo cierto es que aún existen cineastas interesados en ofrecer material para pensar y reflexionar. Uno de los que ha ahondado mayormente dentro de las cuestiones metafísicas en el cine de raigambre más comercial, es M. Night Shyamalan. El Ojo de la Eternidad hace un repaso por la evolución cinematográfica del director de "Sexto sentido" y "La dama en el agua", para ahondar en las claves filosóficas y religiosas de sus películas.


[IMAGEN SUPERIOR: Haley Joel Osment en el filme "El sexto sentido", aquel que hizo popular la frase "I can see dead people"].

NOTA: Ya que este posteo comenta películas con cierta dosis de suspenso, revelando detalles del argumento, si usted no ha visto estas películas y está deseando verlas, es recomendable que pase de este artículo.

EL CAMBIO DE SIGLO GOLPEA AL CINE.
Como medio de expresión artística por excelencia del siglo XX, el cine ha experimentado mutaciones inconcebibles desde sus inicios. Muchas películas que en su tiempo eran cánones de ortodoxia y respeto por los valores establecidos, hoy en día pecan de ser políticamente incorrectas. Así, por mencionar un ejemplo trivial, antiguamente era frecuente que el héroe de la película fumara, mientras que hoy en día el cigarrillo es casi invisible en el cine, o por lo menos, en el cine más comercial.
Lo mismo ocurre con el tema de la religión. Controvertido como pocos, no es raro que cuando surgen cineastas interesados en hincarle el diente, las altas cúpulas jerárquicas de las grandes religiones se crispen y observen todo con una ansiedad mal disimulada, y en ocasiones se lancen directamente al ataque de cineastas y películas. No es un secreto que las dos religiones más influyentes sobre el cine son el Cristianismo, que a través del adoctrinamiento de sus fieles en Estados Unidos imponen ciertas pautas sobre cómo tratar temas religiosos, y el Judaísmo, religión a la que adscribe una enorme legión de productores, directores y actores de Hollywood.
Luego de la hedonista e individualista década de 1990, parecía que el cine religioso estaba in extremis. Era más rentable realizar gigantescos blockbusters de acción o comedias románticas ligeras, que películas con sesudas reflexiones existenciales. Sin embargo, con la vuelta del siglo, todo eso cambió. El recrudecimiento de la religiosidad en el mundo, cuyos principales ejemplos son George W. Bush, Osama Bin Laden y Benedicto XVI, ha llevado al cine nuevamente a plantearse tales cosas. Algo de oportunismo comercial hay en eso: después de todo, son las masas que pagarán la entrada, quienes tienen interés en estas cosas. De ahí el éxito de filmes como, por ejemplo "El Código Da Vinci".
Y entre los cineastas que se han dedicado a explorar el modo en que se vive la metafísica y la reflexión sobre la existencia, en las puertas del siglo XXI, está M. Night Shyamalan.

LAS PELÍCULAS DE SHYAMALAN.
Manoj Night Shyamalan nació en Bombay, India, en 1970. Había dirigido ya un par de películas, cuando reventó en la boletería internacional con el inesperado éxito de "El sexto sentido". En su tiempo, este filme formó parte del boom de películas de misterio y terror que se aprovecharon del milenarismo y el cambio de siglo para poner una vez más en el tapete las cuestiones religiosas. Pero "El sexto sentido" tenía un carácter mucho más profundo que subproductos como "Estigma" o "El día final", lo que tiene que ver con la fina mirada de Shyamalan sobre sus tópicos, algo que se ha vuelto marca de fábrica al respecto.
Trata "El sexto sentido" ["The sixth sense"] de la relación que establece un psiquiatra con un niño que parece vivir en un constante estado de terror. A medida que la relación entre ambos crece y el niño pasa a confiar en el psiquiatra, el primero revela su secreto al segundo: es capaz de ver y comunicarse con los muertos. El psiquiatra guía al niño para que éste aprenda a usar su don y deje de temerle a los muertos, y a medida que el niño gana confianza, el psiquiatra descubre entonces una terrible verdad: él mismo es en realidad uno de los muertos que el niño es capaz de ver, y entiende abruptamente por qué le costó tanto convencer al niño de sus buenas intenciones.
Salvando que la sorpresa final fue predicha por varios espectadores, y que el guión en definitiva pecaba de tramposo, lo cierto es que la reflexión de fondo no tiene nada de liviana. En la superficie es un filme de fantasmas, casi trivial, pero el tema de fondo es en definitiva otro bien distinto: la incapacidad de las personas de nuestro tiempo para encajar en un sistema coherente de creencias, producto del desconocimiento de hacia donde van las cosas, en un mundo cada vez más turbulento y cambiante. El niño tiene un don, y lejos de saber usarlo, el don pareciera querer dominarlo, mientras que el psiquiatra, que en apariencia está en control de la situación, es en realidad quien menos sabe sobre la misma. "El sexto sentido" retrata, en clave de historia de fantasmas, un mundo en el cual todas las certezas se han derrumbado, y en donde no quedan autoridades morales que sean capaces de saber cómo funciona al mundo, y en consecuencia, de guiar a otros.
El siguiente filme, "El protegido" ["Unbreakable"], es una vuelta de tuerca sobre el mito del superhéroe y sus claves. Aunque tiene menos enjundia que "El sexto sentido", su guión sigue siendo tramposo (y más predecible) y en muchos aspectos es en realidad una frikada, hay bastante tela que cortar aquí. La historia trata sobre un guardia de seguridad, un hombre común y corriente, que al sobrevivir a un accidente de tren, descubre que es alguien superior a la Humanidad, un superhéroe. Aparece entonces un misterioso estudioso de las historietas que va guiándole hacia su verdadero papel en el mundo. Pero queda una última sorpresa que descubrir: el descarrilamiento del tren que hizo surgir al héroe no fue un accidente, sino un complot preparado por el propio guía del héroe, para descubrir la existencia del mismo en el mundo.
Aquí se dan cita muchos tópicos de la historia de superhéroes, incluyendo el conflicto entre el hombre superior, pero ignorante, y el hombre inferior, pero sapiente. Entre ambos se produce una relación dialéctica: ambos son enemigos y son lo opuesto, y al mismo tiempo no pueden prescindir el uno del otro. Se necesitan mutuamente. En esta película el mal crea directamente el bien haciendo el mal en pos de un bien superior. Y el bien se muestra incapaz de derrotar al mal. En cierto sentido, grafica bien la idea de que los héroes en realidad no existen: somos nosotros, los mortales imperfectos, quienes en nuestra necesidad de creer, divinizamos a las personas que no deberíamos, para que nos salven de nosotros mismos.
La siguiente película que Shyamalan nos regaló, es la más religiosa de todas. "Señales" ["Signs"] es la historia de un reverendo que, aislado en su granja, descubre unas misteriosas señas en el campo. ¿Es acaso una broma, es que algo pasa? Allá afuera, mientras tanto, se desata una invasión extraterrestre en masa contra la Humanidad. El reverendo está solo, literalmente solo, porque Dios se ha portado mal con él. Pero al final, descubrirá que todo es en realidad parte de un plan mayor, que todo se concatena para obtener el mejor resultado posible.
Más allá de lo discutible de la moraleja, esta película cumple bien con el apartado intelectual. El título puede referirse a las señales que aparecen en el campo, pero también se refieren a las señales que Dios, o esa inteligencia suprema, envía a los seres humanos para que éstos obren de acuerdo al plan divino. Una vez más, el hacer una película de género (de invasores extraterrestres, en este caso) es un pretexto para mostrar algo bien diferente. Lo que importa a Shyamalan no es graficar la destrucción causada por los alienígenas o el valor de los humanos al ponerle coto a los bichos del espacio exterior, sino las dudas y vacilaciones de un personaje puesto en una situación límite, y que por ende se cuestiona, y de manera muy legítima, si Dios se ha portado bien con él, o acaso si existe un Dios allá arriba.
En la siguiente película, "La aldea" ["The Village"], los aspectos religiosos y metafísicos aparecen más difuminados. Se trata de una comunidad que vive aislada del mundo, y que debe contender con los monstruos del bosque que rodea al pueblo. Sin embargo, cuando por fuerza uno de los protagonistas debe salir al exterior, descubre la horrible verdad: el tranquilo pueblo decimonónico es en realidad una prisión en donde sus fundadores se han aislado deliberadamente del mundo moderno, y han condenado a su descendencia a permanecer en un estilo de vida apartado del mundo. La comunidad de "La aldea" es una metáfora de muchas cosas: del peso irracional de la tradición, de como las mentiras de los políticos y los poderosos terminan por enajenar a las personas de su propia realidad, y del papel de la superstición y el miedo irracional a lo desconocido como mecanismo de control político. No es exactamente una película sobre religión, pero algunas de sus conclusiones son muy aplicables a lo que está ocurriendo en el mundo exterior, en donde, en una gran aldea global, hombres como George W. Bush y Benedicto XVI mienten todo el tiempo en nombre de Dios y la religión, para conservar y acrecentar su propio poder.
Y llegamos finalmente a la película más reciente de Shyamalan, "La dama en el agua" ["Lady in the water"]. Aquí, Shyamalan se aparta definitivamente de su receta clásica de filme de suspenso con final sorpresivo, para ahondar en la mecánica de los cuentos de hadas. "La dama en el agua" es un cuento de hadas perfectamente ortodoxo, y con una enorme carga numinosa, de miedo ancestral a una naturaleza que puede ser tanto amigable como terrorífica, sólo que ambientado en un lugar tan canónico de nuestro tiempo como es un edificio de departamentos. Otra vez el elemento religioso aparece muy difuminado, pero revienta por las costuras, en el tratamiento de las criaturas fantásticas que aparecen, y que libran una batalla de cuyo destino depende nada menos que la redención completa de la Humanidad.

UN CINEASTA PARA COMIENZOS DEL SIGLO XXI.
Las preocupaciones y temas recurrentes de Shyamalan son muy propias de inicios del siglo XXI, y por ende, es uno de los cineastas que mejor retratan nuestro momento presente. Una de las razones por las que Shyamalan es un cineasta muy resistido, es que pertenece al selecto grupo de directores que, como antaño Andrei Tarkovski o David Lynch, toman los géneros fílmicos como un pretexto para mostrar preocupaciones bien diferentes, haciendo uso de las convenciones del género de una manera desusada, precisamente para romper los códigos habituales y crear una sensación de incertidumbre que permita verter de mejor manera el mensaje. Lo desasosegante de Shyamalan es que éste no ofrece respuestas, sino que se limita a contar una historia, y es el propio espectador el que debe rellenar los vacíos metafísicos que van quedando.
En ese sentido, Shyamalan es un cineasta de esta época. "El sexto sentido" estaba a caballo del giro emprendido por la Humanidad a comienzos del siglo XXI, que llevó al crecimiento de la religiosidad mundial, y en ese sentido presenta aún elementos propios del siglo XX, incluyendo la inclusión del "hombre alienado" que era tan caro a la izquierda intelectual del XX. "El protegido" aborda el cine de superhéroes, justamente en un tiempo en que éste estaba poniéndose una vez más de moda, lo hacía por la necesidad que experimentó el mundo occidental de salvadores mesiánicos, y lo hace desde una óptica enormemente crítica y corrosiva, razón quizás por la que no siempre es clasificado dentro de un género en el que por lo general el bien y el mal están perfectamente claros. "Señales" toma el tema de la invasión alienígena desde un ángulo deliberadamente lejano, y pone bien a prueba el viejo mito del Plan Divino para la Humanidad. "La aldea" llegó al cine justo en la época en que comenzaban a descubrirse las barbaridades de George W. Bush y su gente, quienes en nombre de su propia fe personal emprendieron una cruzada religiosa enmascarada de guerra contra el terrorismo en el Medio Oriente. Y "La dama en el agua" aborda el cuento de hadas, justo cuando éste ha experimentado un nuevo repunte con filmes como "El Señor de los Anillos", "La revancha del Sith" o "Superman regresa". En ese sentido, Shyamalan es uno de los testigos privilegiados de nuestro tiempo, y la posteridad haría bien en dedicarle un buen espacio al análisis de sus películas, para entender los tiempos que actualmente estamos viviendo.

15 octubre 2006

CONSTITUCIONALISMO Y RELIGIÓN.

La piedra de toque de cualquier sistema político democrático actual, es el Constitucionalismo, entendido como el apego del Gobierno y la sociedad civil a un conjunto de normas fundamentales que salvaguardan los derechos de las personas, y garantizan la participación ciudadana de la mayor parte de éstas. Pero el principio constitucional es resistido por varias grandes religiones, y esto no es casual. El Ojo de la Eternidad explica un poco la compleja relación entre la religión y los valores constitucionales de las democracias occidentales.


[IMAGEN SUPERIOR: George Washington preside la firma de la Constitución de los Estados Unidos de 1787. Esta fue la primera Constitución moderna escrita, es modelo de todas las siguientes, y está inspirada en la más rancia tradición liberal].

LA RELIGIÓN Y LOS GOBIERNOS.
Desde siempre, la relación entre la religión y el poder establecido ha sido bastante compleja. Puede decirse que, en general, ésta principió en los más lejanos tiempos históricos. Es sabido que los primeros gobernantes propiamente tales fueron los templos y sus sacerdotes. Ellos fueron los primeros que amasaron grandes fortunas, por vía de la acumulación de ofrendas de los fieles. La escritura fue un invento de los templos, diseñados primeramente para llevar la contabilidad de los mismos, sin ir demasiado lejos. Andando el tiempo surgió la burocracia gubernamental y las fuerzas armadas, pero éstas nunca han conseguido zafarse del todo de la influencia de los sacerdotes, quienes por medio del terror a lo divino, y por lo tanto gracias a su ascendiente sobre las masas incultas, han persistido como mecanismo de legitimación del poder establecido. La ecuación "sacerdotes más militares" se ha transformado así en el más productivo y longevo sistema político, y se ha traducido en los más variados despotismos históricos. De tarde en tarde, como mecanismo de rebelión, surgen religiones heréticas o contrarias al sistema, pero si ellas llegan a triunfar, pasan a ser ellas mismas opresoras, de la misma manera en que las religiones anteriores lo eran. El ejemplo más claro es el Cristianismo, que suplantó al Paganismo en el Imperio Romano, pero hay otros: el Islam suplantando a los antiguos cultos preislámicos politeístas, el Zoroastrismo imponiéndose en el Imperio Persa, la Iglesia Católica reemplazando al culto de los dioses precolombinos en México y Perú, el Budismo reemplazando al primitivo paganismo japonés, etcétera.
En ese sentido, la idea o noción de democracia, que germinó en Occidente a partir del siglo XVIII, encontró como enemigo lógico y natural, a la vieja aristocracia, y también a la religión establecida. La democracia defendida por el Tercer Estado (el pueblo llano), era atacada por los otros dos Estados, la nobleza y el clero, como invento del demonio. Y la Iglesia Católica nunca se ha resignado a perder el poder que durante el Absolutismo, y en los quince siglos anteriores, ha manifestado tan abiertamente. Se opuso así a los matrimonios civiles, a los registros civiles, a los cementerios laicos, al divorcio, al desarrollo científico, y modernamente sigue haciéndole la guerra a la investigación con células madres, a la revisión de sus estatutos tributarios privilegiados, a la educación sexual, etcétera. Y nunca jamás ha casado demasiado bien con la doctrina de los derechos humanos.

CONSTITUCIONALISMO Y DERECHOS HUMANOS.
El pensamiento democrático de la Ilustración parte de la noción de dignidad humana. La idea básica es que el ser humano tiene derechos naturales, y estos derechos son inalienables e imprescriptibles, debido a que emanan de la naturaleza misma del ser humano. Dicho de manera un tanto caricaturesca, el ser humano tendría derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, de la misma manera en que tiene un bazo, un riñón o un apéndice. La consecuencia es que todos los seres humanos son iguales entre sí, y que sus derechos deben ser defendidos a toda costa.
La manera de hacerlo, en el siglo XVIII (e incluso hoy) era clara. Frente a los derechos de las personas estaban los privilegios de los poderosos, que al ser usados de manera abusiva, atentaban contra los derechos mismos de las personas, y por lo tanto, eran innaturales, y debían ser combatidos como tales. Por tanto, para suprimir esos privilegios, era necesario que todas las personas quedaran sometidas al imperio de la ley, de una sola ley válida y vigente para todos. Y para asegurarse de que los poderes públicos no hicieran leyes que sólo convinieran a ellos, les fijaron un límite: las Constituciones. En la Constitución, estarían especificadas las reglas más básicas del juego político. Y como parte de esas reglas básicas, estaría el catálogo de derechos fundamentales que las personas deberían respetar.
Por supuesto que esto incidió fuertemente en la manera de entender el funcionamiento de la religión en la sociedad. El derecho más básico al respecto es la libertad de religión, de creencias y de culto. Este es el derecho de las personas a creer en una religión o en otra, a elegir cambiar de religión, a descreer de todas las religiones en general (relacionándose directamente con Dios, negándolo, o haciendo profesión de agnosticismo), y a manifestarlas mediante determinados rituales. La evolución de este derecho ha sido, cuando menos, curiosa. Nació como una reacción contra el monopolio que la Iglesia Católica detentaba en materias religiosas, pero a medida que la Iglesia Católica ha ido perdiendo cuotas de poder, no pocas veces son los propios católicos los que han invocado este derecho, para defender sus propias creencias. En Chile tenemos algunos ejemplos desafortunados, y el último (hasta ahora) es el de la píldora del día después.
Pero no es el único derecho importante, en materia religiosa. Aparte de derechos con cierto tinte religioso, como el derecho a la vida y la igualdad ante la ley, es importante la libertad de expresión. Una de las más importantes instituciones represoras de la Iglesia Católica fue la censura eclesiástica, e incluso llegó a elaborar un catálogo de libros prohibidos, el célebre Index. La prohibición, o al menos la limitación de la censura, permitió la libre difusión de textos que criticaban y atacaban a la religión establecida. Sin esta libertad, usted no podría estar leyendo El Ojo de la Eternidad, y en su reemplazo tendría un blog apologético sobre la Iglesia Católica (o sobre la religión que fuera predominante).
Otro derecho conflictivo con la religión es la libertad de enseñanza. Desde siempre las religiones han intentado restringir la educación, para que los jóvenes no se expongan a ideas potencialmente destructoras de la religión. Lo irónico es que esta libertad, en principio usada para evitar la intromisión de los cristianos en la enseñanza de las personas, ha sido usada para justamente el propósito inverso, y así en la actualidad en Estados Unidos los educadores públicos deben enseñar la historia de la Tierra según el punto de vista darwinista, y también según el punto de vista creacionista, sin importar que el Creacionismo, o su sucesor el Diseño Inteligente, no tienen en realidad nada de verdad científica, y no pasan de ser dogmas espúreos sin el menor fundamento racional.
Después de lo anterior, cabe hacerse una pregunta interesante: ¿es coincidencia que el constitucionalismo y la religión no se lleven, o hay algo dentro del constitucionalismo que las religiones establecidas deben resistir con todas sus fuerzas, si no quieren desdibujarse?

LAS RELIGIONES CONTRA LAS CONSTITUCIONES.
A pesar de experimentos como la Constitución Soviética de 1937 y otras constituciones que regulan Estados totalitarios o fundamentalistas, lo cierto es que el constitucionalismo más genuino es aquel de las naciones democráticas. En efecto, una Constitución que no protege las libertades de las personas y no garantiza un régimen democrático, puede ser una constitución desde el punto de vista formal, pero en realidad es superflua, porque no cumple con su función más característica: servir como límite de los poderes públicos.
En ese sentido, si el poder público es detentado por una religión, la Constitución pasa a ser un estorbo, o al menos, las ideas liberales que ella debería contener. De ahí que la Iglesia Católica trate por todos los medios de injertar normas especiales a su favor dentro de todas las constituciones, y que muchas de ellas tengan engendros extraños, tales como exenciones y franquicias tributarias a favor de los credos religiosos que se atengan a la ley. Estas normas no son democráticas, por supuesto, ya que atentan contra los derechos de los agnósticos y los ateos (¿por qué alguien que no cree en Dios debería subvencionar, pagando los impuestos que la iglesia constituida esquiva vía exención tributaria, a una institución que predica exactamente lo contrario, que Dios existe y es de tal o cual manera?).
Quizás el caso más grosero de abuso del constitucionalismo, lo sea el Código de Derecho Canónico, que sirve de constitución suprema para el Estado del Vaticano. Y esto no es una casualidad.
La Iglesia Católica no es, por supuesto, la única que tiene una relación tirante con las constituciones. Otro ejemplo paradigmático son los Estados musulmanes. En varios de ellos se ha elevado a rango legal la mismísima Shariah, el cuerpo de comentarios que se ha ido acumulando en torno al Corán, el libro sagrado musulmán. La idea de democracia es, en general para los musulmanes, algo intrínsecamente extraño, y no es raro que los musulmanes más fanáticos resistan con uñas y dientes las ideas de cuño occidental sobre democracia o derechos humanos. En Japón, la religión tradicional del Shintoísmo, más o menos desprestigiada desde la Segunda Guerra Mundial, por estar asociado al imperialismo japonés, ha tenido sus problemas con la Constitución de 1947, que es de carácter occidentalizante. Uno de estos nacionalistas recalcitrantes que se han llevado mal con el sistema político de corte occidental, fue Yukio Mishima, quien en 1970 se hizo el harakiri en protesta por lo que consideraba un deshonroso y vergonzoso sometimiento de Japón a Occidente.
El problema es que dentro de una democracia, debería en principio permitirse todas las opiniones. Pero esto lleva al problema de determinar qué hacer con las opiniones que se pronuncian contra esa democracia, y que de buena gana la suprimirían si llegaran al poder: este es el problema de la tolerancia de los intolerantes. Y las religiones en general, al proponer visiones totalizantes de la existencia humana, generalmente no son entusiastas de transar sus propios valores y principios, y por tanto, tienden a ser más bien reluctantes respecto a la democracia. De hecho, una de las principales acusaciones que las religiones, y la Iglesia Católica la primera, suelen hacer contra el liberalismo, es exhibir un carácter totalitario, en donde los valores liberales deberían imponerse sin contrapeso posible. Y, bien mirada, esta crítica no es en realidad tan injusta como podría parecer. Existe al menos un caso bien conocido de lo que podríamos llamar "Liberalismo en el nombre de Dios", y ése es la Doctrina del Destino Manifiesto, que rige a los Estados Unidos.

LA GENEALOGÍA DE LOS DERECHOS HUMANOS.
Una de las grandes ironías de la historia, es que el constitucionalismo y los derechos humanos resultan ser una doctrina tan totalitaria como las religiones a las que supuestamente pretende combatir. El principio básico, el de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos, es en realidad un dogma propio del deber ser, disfrazado de postulado ontológico. Dicho en sencillo: detrás del concepto de "naturaleza humana" y "derechos naturales", se esconde en realidad la vieja Regla de Oro: haz a los demás lo que quieres que los demás te hagan a ti. Y esto no tiene nada que ver con la naturaleza de nada, sino con una opción ética o moral, que dice más o menos del siguiente modo: es saludable tratar bien a los demás, para que los demás te traten bien.
¿No huele esto un poco a Cristianismo? En cierta medida, así es. Considerando que el liberalismo y el constitucionalismo nacieron en buena medida como una reacción contra el Cristianismo, es una de las grandes ironías de la Historia que su contenido ético sea, en gran medida, cristiano. El Cristianismo había planteado desde mucho antes que los seres humanos son todos iguales entre sí: la diferencia está en el fundamento, puesto que el liberalismo habla de la "naturaleza humana", mientras que el Cristianismo lo atribuye al hecho de que todos los seres humanos son hijos de Dios. A la vez, el catálogo de derechos humanos clásicos liberales es más o menos el mismo que el catálogo de derechos que la Iglesia Católica reconocía, incluso el derecho a la vida, a la seguridad individual, etcétera. Tales derechos (aunque la Iglesia no los llame de tal manera) informaron instituciones medievales como la Paz de Dios o la Tregua de Dios, creadas para morigerar el estado permanente de guerra que existía durante el Feudalismo. También estos problemas estuvieron en la base de clásicos debates sobre la condición humana, como por ejemplo las Polémicas de Indias, libradas en el siglo XVI, y en las cuales la Iglesia Católica se preguntó si los indígenas americanos eran seres humanos y tenían los mismos derechos que los europeos (y se decantaron por la afirmativa, aunque tratándolos como "relativamente incapaces").
La deuda del liberalismo y el constitucionalismo clásicos con respecto al Cristianismo, es tanto más visible si se comparan otros movimientos que también, en cierta medida, son reacciones contra esta religión. Un siglo después de la Independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa, Friedrich Nietzsche criticaba abiertamente la moral cristiana, calificándola de "moral de los débiles", e impuso nuevas visiones morales que inspiraron abiertamente al Nazismo y al Tercer Reich, ideología ésta que negaba absolutamente el dogma fundamental del constitucionalismo, cual es la igualdad entre todas las personas. En ese sentido, pese a ser una reacción contra el Cristianismo, el liberalismo clásico que encontró su vertiente política en el constitucionalismo, le debe más a esta religión de lo que buenamente quisieran admitir. En ese sentido, no es exagerado afirmar que la Teoría de los Derechos Humanos es, en cierta medida, una ética cristiana en versión laica.

08 octubre 2006

EL PROBLEMA DEL LIMBO.

Aunque el "estudio" de la materia viene arrastrándose desde el año 2005, ahora en octubre de 2006 volvió a hacer noticia el problema del limbo, y de su posible "abolición". Para quienes crean que el problema del limbo es un asunto espúreo y sin interés, debería mirar de nuevo: en este enredado problema teológico, la Iglesia Católica se juega una vez más su tantas veces cuestionada coherencia doctrinal. El Ojo de la Eternidad echa un vistazo a lo relacionado con una de las más curiosas dependencias del mundo ultraterreno católico.


[ILUSTRACIÓN SUPERIOR: El limbo de las almas inocentes. Ilustración de Gustavo Doré para la "Divina Comedia", de Dante Alighieri].

EL PROBLEMA DEL LIMBO.
En Octubre de 2006, la Iglesia Católica hizo noticia una vez más, al congregar a una Comisión Teológica Internacional a debatir una serie de problemas teológicos y doctrinales. El más complicado de todos, de lejos, es el problema del limbo. La Iglesia Católica nunca ha aceptado oficialmente el limbo, pero por otra parte, desde la Edad Media, esta peculiar división del ultramundo católico ha aparecido en repetidas ocasiones, incluyendo al menos un Catecismo de la Iglesia, el que Pío X ordenó publicar en 1905.
El problema de decidir si el limbo existe o no puede parecer una fruslería. Pero no lo es. El limbo no es ni de lejos uno de los dogmas más importantes de la Iglesia Católica, pero es una pieza muy útil para apuntalar una doctrina teológica sobre el ultramundo que, de otra manera, haría agua debido a la necesidad de compatibilizar dos dogmas completamente distintos: el de la salvación por el bautismo, y el del diferente destino de los buenos y los malos en el otro mundo.
Para descubrir cómo fue que la Iglesia Católica llegó hasta una posición tan incómoda, es necesario retroceder a épocas incluso anteriores al Cristianismo. Para las primeras civilizaciones, la vida eterna era algo bastante complicado. Los mesopotámicos creían que todas las almas erraban en pena, alimentándose de polvo y excrementos, en tanto que para los egipcios, la resurrección era sólo para el faraón, para los griegos había una última morada en donde sólo existían sombras, y sobre los hebreos pesaba el fatídico "polvo eres y en polvo te convertirás". Pero andando el tiempo, la mayor parte de las culturas pensaron que una vida de ultratumba así era demasiado deprimente, así es que inventaron el concepto de la resurrección y el Paraíso.
Como posteamos hace poco en El Ojo de la Eternidad, los griegos creían que en el infierno o Hades existían dos dependencias: el Tártaro, lugar de castigo por excelencia, y los Campos Elíseos, lugar de premio para los buenos. Cuando el Cristianismo pasó al Imperio Romano, adoptaron en forma íntegra esta concepción del ultramundo, como la medida más lógica si se considera que la mayor parte de sus primeros prosélitos estaban imbuidos en esa atmósfera cultural. Con lo que comenzaron los problemas.

EL BAUTISMO Y EL LIMBO.
Jesús no parece haber creído en el infierno. Cuando mucho habló de la Gehenna, malamente traducido como infierno, cuando en realidad la Gehenna era simplemente una quebrada en donde las gentes de Jerusalén arrojaba sus basuras (así se cita, por ejemplo, en el célebre "si tu ojo te causa escándalo arráncatelo, porque más vale entrar tuerto al Paraíso, que ser arrojado con los dos ojos a la Gehenna"). Pero sí creía que el bautismo era necesario para el perdón de los pecados. Este último mandato, la Iglesia Católica lo hizo tan rígido, que se llegó a decir (y se dice aún, muchas veces) que fuera de la Iglesia no hay salvación.
Esto creaba varios problemas. ¿Es que acaso un alma que hubiera sido muy buena en vida, pero no hubiera sido bautizada, no tenía posibilidad de salvación? ¿Qué pasaba entonces con todos aquellos que se esforzaban en hacer el bien, pero por ignorancia o desinterés pasaban del bautismo? En el Segundo Cuento de la Jornada Primera del Decamerón, el escritor del siglo XIV Giovanni Boccaccio se cachondea de lo lindo de esto, refiriendo la historia de un "judío bueno" que, aunque fuera muy bueno, estaba en riesgo de perder su alma por no ser bautizado. El punto es que una persona que es buena, pero no se bautiza, no tiene por qué obedecer a la Iglesia Católica, y de ahí que ésta, en particular desde el Concilio de Ferrara (1438, es decir, un siglo después de Boccaccio) proclamara que no hay salvación fuera de la Iglesia, y los no bautizados, los que no obedezcan militarmente a la Iglesia Católica, están condenados al fuego eterno.
Esto creaba un problema con respecto a la geografía del ultramundo. Como en la mitología griega no existía nada parecido al bautismo (existían ritos iniciáticos, pero nadie era tan fanático como para decir que fuera de esos ritos iniciáticos no había salvación), bastaban dos dependencias, el Tártaro y los Campos Elíseos, para determinar el destino de los buenos y los malos. Pero los cristianos debían decidir qué hacer con las almas buenas que no se hubieran bautizado. Mandarlas de cabeza al infierno parecía un castigo demasiado drástico, pero tampoco podían enviarlas así como así al Paraíso, o el poder social de la Iglesia Católica como administradora de los sacramentos se iba al demonio.
Los teólogos más radicales, y entre ellos el mismísimo San Agustín, a comienzos del siglo V, dijeron que tales almas, sin el bautismo, estaban condenadas. Pero esto parecía ser excesivo, por dos razones. En primera, se suponía que los judíos llamados para ser profetas de Dios habían sido gentes buenas, y que por esto habían sido llamado para su misión: ¿iba Dios a enviar al infierno a tales gentes, sólo porque no habían sido bautizadas? No parecía una manera muy linda de premiar sus esforzados servicios. Por otra parte, estaba el problema de los niños recién nacidos que mueren antes del bautismo. El bautismo sirve, en términos teológicos, para borrar el Pecado Original. Un niño recién nacido no peca por sí mismo, y por tanto es alguien bueno, pero aún así está manchado por el Pecado Original (lo decía San Agustín). ¿Qué pasa con ellos...?
Por eso, algunos teólogos señalaron que quizás la pena era un tanto excesiva, y que por ende, podía quizás existir un lugar intermedio entre el Paraíso y el Infierno, a donde iban todos aquellos quienes no merecían estrictamente la salvación, pero tampoco eran acreedores del castigo eterno. Este lugar pasó a ser llamado informalmente el "limbo", que deriva de una palabra latina que significa "límite", porque en efecto el limbo sería el límite entre el Infierno y el Cielo. La Iglesia Católica no recogió oficialmente esto como dogma, pero lo permitió, para salvar el escollo de tener que explicar qué pasaba con las almas buenas que aún así no eran bautizadas. Dante Alighieri, quien le dio representación literaria en su obra "La Divina Comedia", lo ubica como un lugar ultraterreno sin suplicios especiales, más o menos a la entrada del Infierno, en donde las almas esperan el Juicio Final para así ver finalmente a Dios.
Años después se inventó el concepto de Purgatorio, que venía más o menos a rellenar este vacío que pesaba entre los que habían pecado demasiado poco para ir al Infierno, o demasiado para ir al Paraíso. El Purgatorio sí que recibió sanción oficial, en particular desde el Concilio de Trento (1543-1565) en adelante. El Purgatorio permitió también un negocio que no se podía con el limbo: cobrar dinero por las llamadas "misas de difuntos", destinadas a sacar las almas del Purgatorio y enviarlas al Paraíso a punta de oraciones dominicales.

EL ESPINOSO PROBLEMA DE ABOLIR EL LIMBO.
El problema del limbo volvió al tapete cuando Juan Pablo II, asustado por la suerte ultraterrena de su hermana nonata (fallecida durante el parto, que le costó la vida también a su madre), insistió en determinar teológicamente qué ocurría con el limbo. El Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992, a diferencia del que Pío X publicara en 1905, no se refiere al limbo, y entrega las almas que deberían ir a él, a la infinita misericordia de Dios.
Entonces, ¿por qué la Iglesia Católica no dictamina de una buena vez, que el limbo no existe? La situación no es tan fácil. Resulta que dejar de creer en el limbo hace reaparecer el viejo fantasma del problema entre ser bueno y el bautismo. El bautismo en particular, y los sacramentos en general, son uno de los principales engranajes de la maquinaria de poder de la Iglesia Católica. De esta manera, el bautismo fue elevado a un rango tan alto, que sin él, simplemente no habría salvación posible. Funciona como los seguros de vida, ya que la compañía de seguros mete miedo sobre los peligros de la vida cotidiana, y luego vende como gran remedio su propio seguro: la Iglesia Católica hace lo propio metiendo miedo al Infierno, y luego vende su propio bautismo como medio de salvación. Por ende, dejar que las almas no bautizadas vayan al Cielo, implica que existe salvación fuera del bautismo, y por ende, que un alma muy buena, pero no bautizada (lo que significa: que no está dentro de la Iglesia Católica, y por tanto, que no obedece al Papa), podría salvarse. ¿Quién querría entonces hacerse católico, si existe salvación fuera de la Iglesia Católica? Y con ello, la Iglesia Católica se dispararía en el propio pie, respecto de las bases de su poder.
Por otra parte, entregar la suerte de esas almas a la infinita misericordia de Dios plantea otro problema aún mayor. Si la misericordia de Dios es infinita y alcanza para salvar a esas almas, ¿por qué no se extiende incluso hasta el infierno y salva a esas almas? La Iglesia Católica ha dicho hasta la saciedad que el infierno existe de verdad. Pero, ¿qué sentido tiene la existencia de un infierno, que ninguna alma va a poblar? Eso haría absolutamente innecesario tanto el bautismo, como la sujección ya no digamos a la Iglesia Católica, sino a los estándares éticos mismos de la Iglesia. De esta manera, un homosexual que apoyara la píldora del día después no se iría a la condenación eterna, sino que obtendría salvación para su propia alma, gracias a la infinita misericordia de Dios. Y eso es un lujo que la Iglesia Católica no puede permitirse, si quiere seguir siendo poderosa.
Por eso, el problema de decidir si el limbo existe o no, es mucho más enredoso de lo que a primera vista parece, y de ahí que no sea tan infantil la arrogancia con la cual la Iglesia Católica, como si fueran algo así como una Oficina de Supercosmología, se permite crear o suprimir departamentos ultramundanos a discreción (ya se quisieran ese poder los astrónomos para encontrar más fácilmente planetas extrasolares). Y por eso, la Iglesia Católica se toma la calma sibilina de siempre para decidir qué hacer con el problema.

01 octubre 2006

ESCEPTICISMO: CREO QUE NO DEBO CREER EN NADA.

La mayor parte de las filosofías han sido "creyentes", en el sentido de creer en alguna clase de principio que inunda todas las cosas, tal y como el Ser, la Substancia, etcétera. Lo mismo que las religiones. Pero hay de tarde en tarde algún que otro filósofo que se plantea el camino contrario, el del escepticismo. Hacer crítica de la religión implica, en cierta medida, ser un escéptico. Sin embargo, ¿es el escepticismo radical un camino? El Ojo de la Eternidad echa un vistazo al otro lado de la barricada, en la trinchera de los escépticos radicales.


[IMAGEN SUPERIOR: Fractal. Las matemáticas de los fractales han ayudado a descubrir todo un nuevo universo de posibilidades e iteraciones, creando toda una nueva visión del mundo, en la que el determinismo desaparece y todo se vuelve caótico, probabilístico e indeterminado].

¿CREER O SER ESCÉPTICO?
En varios artículos de El Ojo de la Eternidad hemos apuntado el hecho de que la gente cree en determinadas historias sobre la religión, no porque éstas sean ciertas, sino porque son la versión oficial. En ese sentido, los ateos e iconoclastas sostienen que creer y tener fe es una actitud en principio tonta.
Sin embargo, al ingresar por el camino del cuestionamiento, surge una pregunta meridiana: ¿es posible llegar a conocerlo todo? Las religiones apuestan por la negativa, debido a que para ellas, sólo una criatura divina y celeste podría llegar a saberlo absolutamente todo sobre los mortales. Esta cualidad es la llamada omnisciencia, y es uno de los tres atributos que Tomás de Aquino predicaba sobre Dios (los otros dos son la omnipotencia y la omnipresencia). El pecado por excelencia en la Biblia es el conocimiento: en el Génesis, la Serpiente tienta a Adán y Eva con la posibilidad de saberlo todo, diciéndoles "y seréis como dioses"...
Pero las filosofías, en su labor de derrumbe de las religiones, se han puesto a cuestionar repetidas veces este axioma. Y en la mayor parte de los casos, han terminado respondiendo afirmativamente a la cuestión. Según la mayor parte de los filósofos, sí es posible llegar a conocer la totalidad de las cosas, por la vía de la razón.
Y sin embargo, hay un reducto de filósofos, apenas un puñado de ellos, que han optado por el camino nihilista. Ellos han decidido no creer. Ellos son los escépticos radicales. Esta es su historia.

LAS ANDANZAS DE PIRRÓN Y SUS SUCESORES.
El escéptico radical más representativo de todos es, probablemente, Pirrón de Elis. Vivió en la Grecia del siglo III aC. Haciendo un poco de historia, Sócrates falleció en 399 aC, ejecutado por la ciudad de Atenas, víctima del delito de impiedad. Sócrates había hecho profesión del hábito de cuestionarlo todo, y así, sus diferentes discípulos crearon un amplio abanico de filosofías distintas. El más famoso es Platón, desde luego, pero también estuvo Antístenes, padre de los cínicos. Algo más tarde devinieron los estoicos y epicúreos.
Ante esta profusión de filosofías, surgieron quienes pensaban que todo aquello era una pérdida de tiempo. Entre ellos estuvo Pirrón. Ante los escasos avances de los filósofos oficiales, Pirrón se cuestionó si era posible llegar a conocer las cosas. Para Pirrón era sensato preguntarse, antes de cuál es la verdadera naturaleza de las cosas, si es posible llegar a conocer éstas (muchos siglos después, Kant se preguntará lo mismo desde otro ángulo, pero llegará a conclusiones distintas a las de Pirrón).
Ante esa pregunta, Pirrón se inclina por la negativa. Pirrón se dedicó a criticar extensivamente los dogmas de las filosofías vecinas, pero él mismo trató de no llegar a dogma alguno. El objetivo de Pirrón era conseguir la epojé, una suerte de desasimiento de los dogmas, para poder pensar en forma abierta y crítica. La epojé era una especie de nirvana final para el filósofo, porque podía dejar de hacerse preguntas, y pasar a vivir cómodamente la vida sin mayores angustias existenciales.
Todo esto parece sensato, pero el problema es que Pirrón llevó su actitud demasiado lejos. Creía que nada podía ser pensado, incluso que las cosas no podían ser investigadas. Llegó a considerar que el mundo en sí mismo no existía, porque nada existía que fuera bueno o malo. De esta manera, sin sus amigos de buen seguro hubiera muerto atropellado o de otra manera peor, porque no se apartaba del paso de los carros, convencido como estaba de que ninguna cosa buena o mala puede salir de ahí.

GRADOS DE ESCEPTICISMO.
Pirrón es un grado superlativo de lo que podríamos llamar escepticismo radical. En términos meramente explicativos, podemos decir que existen dos tipos de escepticismo. Uno de ellos, el más corriente, sería el escepticismo moderado propio de aquellos quienes interrogan sanamente al mundo en vez de creer en las verdades propagadas por Papas, Ayatolas o Filósofos. Pero esta clase de escepticismo, que es el propio de los científicos, no conformaba a Pirrón. Pirrón quería la llave para entenderse y reconciliarse con el mundo, y de esa manera no sufrir zozobra alguna por las cosas que pasaran allá afuera, aunque eso que pasara allá afuera fuera un carro a punto de atropellarlo. Por ende, abrazó el escepticismo radical, según el cual no sólo no conocemos todas las cosas, sino que la totalidad de las cosas es por naturaleza incognoscible.
Por desgracia, esta manera de ser escéptico es en sí misma ilógica. Si yo digo que la realidad es incognoscible, en principio estoy conociendo algo de la realidad misma: su carácter de incognoscible, precisamente. Por ende, deja de ser incognoscible. El escepticismo radical deriva, pues, en una paradoja.
No es raro entonces que las filosofías derivadas de la exploración de los límites de aquello que puede ser conocido por el hombre, desemboquen no en el escepticismo, sino en el dogmatismo. Platón se preguntaba si el conocimiento mental es superior al conocimiento de los sentidos, y desembocó en el realismo platónico que lae caracteriza, acuñando la Teoría de las Ideas. Siglos después, Descartes ponía en duda a todo el universo, pero después de desarrollar el solipsismo, sacaba a Dios y el mundo de la manga, y todo volvía a ser como antes. Algo después, Kant también se preguntó sobre el conocimeinto humano para establecer una filosofía no dogmática, y acabó creyendo en el fenómeno y en el númeno (sobre esto publicamos un posteo en El Ojo de la Eternidad). Y el propio Pirrón, a su manera, era un dogmático: postular que el universo es incognoscible, sin tener un conocimiento cabal del universo mismo, es en sí mismo un dogma puesto antes de la experiencia teórica (¿y si de verdad pudiéramos llegar a conocerlo todo...?).

EL ESCEPTICISMO Y LA RELIGIÓN.
Muchas veces, los escépticos han cargado contra la religión institucionalizada, a la cual han acusado precisamente de dogmática. Como hemos dicho antes, esta acusación es cierta. Las religiones, aún más que las filosofías, tienden a crear explicaciones totalizantes sobre el universo y su funcionamiento, incluyendo un completo código moral que se ajusta a la naturaleza de las cosas, tal y como Dios las ha creado. Y como ningún líder religioso, o teólogo, ha conseguido descifrar la totalidad de las cosas con pruebas irrefutables, entonces no le queda más remedio que el dogma.
Uno de los dogmas clásicos de toda religión, es que Dios existe (o los dioses, en el caso de las religiones politeístas). Y sin embargo, los escépticos se han divertido una y otra vez tratando de probar la existencia de Dios, o bien derribando estas pruebas. Anselmo de Canterbury, con su clásica prueba ontológica, creyó haber dado con el meollo de la cuestión, pero Kant probó definitivamente que Anselmo no tenía en verdad ninguna prueba entre las manos. A Kant le llamaron, y no en balde, "el verdugo de Dios".
De ahí que no poca gente haya tratado de atacar a la religión con un escepticismo radical, como el de Pirrón. Y ahí han tropezado. En el problema de la existencia de Dios, muchos han declarado que tal cosa es en definitiva incognoscible. Y con ello, han abrazado un escepticismo radical que cae en la misma paradoja de Pirrón: decir de un problema que tiene una solución imposible de conocer, implica conocer algo de antemano. Incluso los matemáticos, cuando supuestamente demuestran la imposibilidad de algo, deben andarse con tiento: después de todo, las matemáticas son en muchos sentidos un conjunto de axiomas preestablecidos, no siempre autoevidentes, y cambiando los axiomas, los resultados matemáticos cambian por completo, como lo aprendieron de una manera dolorosa los geómetras del siglo XIX, quienes inventaron toda clase de nuevas geometrías no euclidianas negando el famoso quinto postulado de Euclides (por dos puntos pasa una, y sólo una recta), después de haberse gastado 2000 años tratando de demostrarlo.
¿Es saludable entonces ser escéptico? Probablemente sí. ¿Es inteligente ser un escéptico radical? Probablemente no.