DIOS Y LA CIENCIA.
¿Choca Dios contra la ciencia? ¿Hay lugar en el universo para que ambos puedan existir? El problema es bastante complicado, porque enfrenta las convicciones religiosas de las personas con los hechos del mundo exterior. El Ojo de la Eternidad aborda un espinoso problema que sacude a la sociedad occidental actual hasta sus mismísimos cimientos.
[IMAGEN SUPERIOR: La filosofía descubriendo la naturaleza y sus leyes. Grabado de François Peyrard, publicado en París el año 1803. Durante la oleada racionalista del siglo XVIII, los ilustrados combatieron a la religión, entre otras razones, por promover la superstición y la ignorancia, contraponiendo a ella el dominio de la llamada "filosofía natural"].
LA TENSA RELACIÓN ENTRE DIOS Y LA CIENCIA.
En general, las relaciones históricas entre la ciencia y la fe han sido malas. Cada nuevo avance científico ha sido, a lo menos, mirado con sospechas por las religiones. El Cristianismo exhibe varios ejemplos de castigos contra científicos, incluyendo a Hipatia, Rogerio Bacon, Giordano Bruno, Galileo Galilei, Andreas Vesalio, etcétera. Pero acusar al Cristianismo en exclusividad sería una injusticia. Los musulmanes también se llevan lo suyo, encabezando la lista el califa Omar, que al conquistar Egipto en el año 640, mandó quemar lo que quedaba de la Biblioteca de Alejandría, con el argumento de que si esos libros estaban en contra del Corán, eran perniciosos, y si estaban de acuerdo con él, eran superfluos. Un par de siglos después, cuando una escuela filosófica llamada de los mutazilíes intentó promover una lectura más racionalista del Corán, fueron recibidos con intensa hostilidad, e incluso esta disputa fue aprovechada por bandos políticos en pugna para desatar una violenta guerra civil en el Califato Abasida, y en su capital Bagdad (siglo IX).
Lo irónico del caso es que esto no siempre fue así. Es sabido y reconocido que los primeros científicos fueron los sacerdotes. Fueron ellos quienes desarrollaron la medicina, las matemáticas y la astronomía, incluyendo por supuesto la fijación de los primeros calendarios. Sin embargo, mirando con más detalle, la paradoja desaparece. Estos avances fueron permitidos y fomentados por los sacerdotes como una herramienta para mantener su poder sobre las masas. Saber de medicina era una manera segura de extorsionar a la gente a través de su salud. Las matemáticas fueron desarrolladas para actividades en principio bastante pedestres, como llevar la contabilidad de los templos (quienes, con las ofrendas que recibían, fueron históricamente los primeros bancos) y practicar la agrimensura (medición de la tierra y deslindes de propiedades). Fue cuando los avances científicos se secularizaron, y apareció el investigador laico, el momento en que la religión empezó a manifestar sus suspicacias. Pitágoras de Samos, por ejemplo, en la Italia del siglo VI aC, tenía una escuela de filosofía que entre su arsenal de secretos místicos, estaban varios avances matemáticos, incluyendo el conocimiento del Teorema de Pitágoras, el de los cinco poliedros perfectos (el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro), y el carácter irracional del número que es la raíz cuadrada de 2. Uno de sus discípulos, un tal Hipaso, se le ocurrió revelar estos secretos a los no iniciados, y tiempo después falleció, ahogado en un naufragio, en condiciones un tanto sospechosas.
EL CRISTIANISMO FRENTE A LA NATURALEZA.
El Cristianismo es una religión anticientífica desde la vena. Esto se debe a que adopta una actitud dualista, de raigambre platónica, frente al mundo. Para el Cristianismo, el cuerpo es simplemente la cárcel del alma, y conocer cosas sobre el mundo es inoficioso, toda vez que importa más la vida eterna que la presente. Así, cualquier avance científico es problemático, ya que puede incitar a la tentación de dejarse llevar por una vida terrena más cómoda, en vez de prepararse para la siguiente. En esto hay, por supuesto, un móvil de poder: la Iglesia Católica no tiene nada que hacer en la vida terrenal, y sí mucho en la ultraterrena, por lo que le conviene que toda la atención de la gente esté enfocada en esa dirección.
El problema es que todas estas ideas están apoyadas por una serie de tradiciones que el tiempo se ha encargado de demostrar que no tienen asidero científico, o que al menos, no han sido demostradas. Nunca se ha conseguido evidencia, por ejemplo, en torno a los milagros de Jesús, ni tampoco hay prueba alguna de que éste haya resucitado alguna vez. El Dogma de la Transubstanciación, según la cual la hostia y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesús, se basaba en una ciencia aristotélica hace rato arrumbada por la moderna Teoría Atómica. El relato de la Creación según el Génesis ha sido incesantemente bombardeado por paleontólogos, geólogos y biológos, quienes han probado que el relato bíblico al respecto es substancialmente falso. El Darwinismo y la evidencia creciente sobre la evolución humana, a su vez, han hecho peligrar la noción de que el ser humano es especial porque a diferencia de los animales, tiene un alma, ya que cabe preguntarse en qué minuto, o con qué especie antecesora de la humana, apareció el alma. Por cierto, no hay evidencia fisiológica de que exista un alma inmortal, y por el contrario, lo que llamamos "conciencia" parece ser simplemente una serie de estados químicos a nivel de la mente, que ahora somos capaces de alterar con psicofármacos. Diversos episodios considerados sobrenaturales, como el oir voces de ángeles o del mismísimo Dios, hablar en lenguas, o las posesiones demoníacas, se explican en la actualidad por medio de fenómenos psíquicos bien conocidos y estudiados, tales como la histeria, las neurosis de conversión, o incluso las psicosis. En ese sentido, lejos de validar las creencias cristianas, la ciencia ha ido demoliendo progresivamente éstas.
No es raro entonces que la Iglesia Católica en particular, y el Cristianismo en general, haya reaccionado con tanto vigor contra la ciencia. En la Edad Media prohibió las disecciones, obligando a los estudiantes de medicina a estudiar por los manuales de Galeno, que, como probó Andreas Vesalio en el siglo XVI, estaban plagados de errores. El propio Vesalio fue condenado a muerte por la Inquisición, y salvó su vida en el último minuto gracias a que su poderoso protector, el rey Felipe II de España, le conmutó la pena por la peregrinación a Jerusalén (de todos modos, murió en el camino). En 1634 condenó al astrónomo Galileo Galilei a no defender la Teoría Heliocéntrica, y a arresto domiciliario de por vida, y este escarmiento fue tan ejemplarizador, que a partir de entonces todos los países bajo la férula de la Iglesia Católica se fueron quedando atrasados en lo científico, en beneficio de los países protestantes, en donde había mayor libertad intelectual y académica para investigar. En el siglo XIX, se opuso con vehemencia a la Teoría de la Evolución de las Especies, y sólo después de medio siglo aceptó que quizás el hombre sí estuviera emparentado con el mono. Pero en el campo protestante, las cosas no fueron mejor. En 1925, en el célebre "Juicio del Mono", un profesor fue condenado por violar una ley de Tennessee que prohibía la enseñanza de la Evolución. Incluso en la actualidad, grupos bíblicos han conseguido que en Kansas se enseñe el Diseño Inteligente (o sea, el Creacionismo) como alternativa al Darwinismo, a pesar del carácter ampliamente científico de las ideas darwinianas, y religioso del Diseño Inteligente. Es conocido también el dilema ético planteado por los Testigos de Jehová, quienes por sus convicciones religiosas basadas en una interpretación literalista a ultranza de la Biblia, prohiben las transfusiones de sangre entre sus propios fieles, incluso para salvarles la vida.
Y aún hoy, la Iglesia Católica y los grupos religiosos de Estados Unidos condenan la investigación científica con células madre, con argumentos pretendidamente éticos, que en última instancia son de carácter religioso.
LOS CIENTÍFICOS FRENTE AL PROBLEMA DE DIOS.
Se dice que en una ocasión, Napoleón Bonaparte le preguntó a Pierre-Simon Laplace, uno de los más connotados astrónomos de su tiempo, porque no hablaba de Dios en sus teorías, a lo que Laplace habría respondido: "Sire, jamás he necesitado de una hipótesis semejante". Más modernamente, Stephen Hawking ha mantenido posturas similares. Y lo cierto es que muchos científicos han prescindido por completo de Dios en sus investigaciones. Albert Einstein, sin ir demasiado lejos, era agnóstico (a pesar de provenir de una familia judía), y Charles Darwin podía ser calificado de cristiano más bien tibio. Carl Sagan lo expuso de manera bien cruda: si tienes un hijo enfermo puedes rezar o puedes darle una medicina, y quizás para salvarlo, lo mejor sería aplicar la ciencia.
Pero por otra parte, hay muchos científicos convencidos de que quizás Dios podría estar rondando allá afuera. Stephen Jay Gould escribió alguna vez que quizás haya espacio para la ciencia y la fe.
Y yendo más atrás, hubo científicos como Isaac Newton, quienes estaban convencidos en grado sumo de que al descifrar los misterios de la naturaleza, estaban en verdad penetrando en la mismísima mente del Creador del Universo.
Lo cierto es que los científicos han conseguido explicar muchos misterios de la naturaleza, pero aún quedan muchos otros por resolver. Y lo que no se sabe, simplemente no se sabe: pudiera ser que el camino no tuviera un final, o que no pudiéramos saber de ninguna manera si hay un final, o que Dios estuviera parado al final. No hay manera de saberlo, hasta que se sepa.
LA VISIÓN DE LA CIENCIA Y LA VISIÓN RELIGIOSA.
En última instancia, el conflicto entre ciencia y religión es parte de una guerra más amplia, entre la razón y la fe. La razón exige pruebas para dar algo por conocido, en tanto que la fe "conoce" algo sin prueba alguna. Parafraseando una expresión de Tertuliano, San Agustín decía que "creo porque es absurdo". Ahora bien, esto no es un verdadero conocimiento: puede que el creyente crea algo y acierte, pero eso no lo hace un conocimiento sino una casualidad. En ese sentido, si aparece un cadáver muerto a balazos, la razón exige interrogar a los testigos y examinar el arma homicida antes de dar con el culpable, mientras que a la fe le basta simplemente con apostar por la corazonada, y confiar que esa corazonada sea correcta, y que la persona que cree es el asesino, en verdad lo sea.
Esto tiene que ver con una profunda diferencia de método entre la ciencia y la religión. Siendo la religión una cuestión de fe, puede darse el lujo de saltar de lo particular a lo total, y ofrecer una visión totalizante de la naturaleza. Así, a partir de una serie de axiomas básicos, deduce todo el orden natural. La ciencia no puede proceder así: la ciencia necesita tomar casos particulares y, a través de la formulación de hipótesis y la experimentación sobre dichos casos particulares, inferir la ley que los explique ordenadamente. La religión procede así de lo general a lo particular, y la ciencia de lo particular a lo general.
Esta idea tan simple, alguien como Benedicto XVI se muestra incapaz de entenderla, como lo demostró en su Discurso de Ratisbona del 12 de Septiembre pasado, infaustamente célebre por haber ofendido a los musulmanes. En ese discurso dijo: "Tendremos éxito en hacerlo [en sobrepasar los peligros de la modernidad] sólo si la razón y la fe se reunen en una nueva vía, si nosotros sobrepasamos la autoimpuesta limitación de la razón a lo empíricamente verificable". Reunir a la razón y a la fe en una misma vía es imposible porque allí donde se sabe algo teniendo hechos y pruebas, no se requiere fe, y lo que se sabe por vía de fe, en realidad no se sabe de manera alguna (pasen San Agustín o Tomás de Aquino). Por ende, no hay ninguna autoimpuesta limitación de la razón a lo empíricamente verificable, sino que esto es lo único que en verdad cabe investigar, es decir, aquello que de verdad puede ser verificado. Y después remacha: "una razón que es sorda a lo divino y que relega a la religión al reino de las subculturas es incapaz de ingresar en el diálogo de las culturas". Esto significa establecerle a la razón el requisito de aceptar a lo divino, que es uno de los habitantes metafísicos tradicionales que nunca han podido ser probados, y por ende, verdaderamente conocidos. Y a mayor abundamiento: "la moderna razón científica simplemente tiene que aceptar la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales de la naturaleza prevalecientes como algo dado". La ciencia no tiene en principio que aceptar nada que no venga de la experimentación, porque de lo contrario caería en el "conocimiento por la fe", que como hemos insistido, no es conocimiento en absoluto. Y ya no hablemos del espíritu, sobre cuya existencia no hay evidencia alguna.
De este modo, mientras Benedicto XVI no mire las cosas de manera más lógica y racional, no hay esperanza alguna de que la Iglesia Católica se reconcilie con la ciencia. Y lo mismo vale para toda clase de grupos fundamentalistas, cristianos o no cristianos. Pero esto implicaría que ellos tendrían que renunciar a los jugosos dividendos sociales que les entrega el ser conocedores o pretendidos conocedores de una verdad absoluta.
LA TENSA RELACIÓN ENTRE DIOS Y LA CIENCIA.
En general, las relaciones históricas entre la ciencia y la fe han sido malas. Cada nuevo avance científico ha sido, a lo menos, mirado con sospechas por las religiones. El Cristianismo exhibe varios ejemplos de castigos contra científicos, incluyendo a Hipatia, Rogerio Bacon, Giordano Bruno, Galileo Galilei, Andreas Vesalio, etcétera. Pero acusar al Cristianismo en exclusividad sería una injusticia. Los musulmanes también se llevan lo suyo, encabezando la lista el califa Omar, que al conquistar Egipto en el año 640, mandó quemar lo que quedaba de la Biblioteca de Alejandría, con el argumento de que si esos libros estaban en contra del Corán, eran perniciosos, y si estaban de acuerdo con él, eran superfluos. Un par de siglos después, cuando una escuela filosófica llamada de los mutazilíes intentó promover una lectura más racionalista del Corán, fueron recibidos con intensa hostilidad, e incluso esta disputa fue aprovechada por bandos políticos en pugna para desatar una violenta guerra civil en el Califato Abasida, y en su capital Bagdad (siglo IX).
Lo irónico del caso es que esto no siempre fue así. Es sabido y reconocido que los primeros científicos fueron los sacerdotes. Fueron ellos quienes desarrollaron la medicina, las matemáticas y la astronomía, incluyendo por supuesto la fijación de los primeros calendarios. Sin embargo, mirando con más detalle, la paradoja desaparece. Estos avances fueron permitidos y fomentados por los sacerdotes como una herramienta para mantener su poder sobre las masas. Saber de medicina era una manera segura de extorsionar a la gente a través de su salud. Las matemáticas fueron desarrolladas para actividades en principio bastante pedestres, como llevar la contabilidad de los templos (quienes, con las ofrendas que recibían, fueron históricamente los primeros bancos) y practicar la agrimensura (medición de la tierra y deslindes de propiedades). Fue cuando los avances científicos se secularizaron, y apareció el investigador laico, el momento en que la religión empezó a manifestar sus suspicacias. Pitágoras de Samos, por ejemplo, en la Italia del siglo VI aC, tenía una escuela de filosofía que entre su arsenal de secretos místicos, estaban varios avances matemáticos, incluyendo el conocimiento del Teorema de Pitágoras, el de los cinco poliedros perfectos (el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro), y el carácter irracional del número que es la raíz cuadrada de 2. Uno de sus discípulos, un tal Hipaso, se le ocurrió revelar estos secretos a los no iniciados, y tiempo después falleció, ahogado en un naufragio, en condiciones un tanto sospechosas.
EL CRISTIANISMO FRENTE A LA NATURALEZA.
El Cristianismo es una religión anticientífica desde la vena. Esto se debe a que adopta una actitud dualista, de raigambre platónica, frente al mundo. Para el Cristianismo, el cuerpo es simplemente la cárcel del alma, y conocer cosas sobre el mundo es inoficioso, toda vez que importa más la vida eterna que la presente. Así, cualquier avance científico es problemático, ya que puede incitar a la tentación de dejarse llevar por una vida terrena más cómoda, en vez de prepararse para la siguiente. En esto hay, por supuesto, un móvil de poder: la Iglesia Católica no tiene nada que hacer en la vida terrenal, y sí mucho en la ultraterrena, por lo que le conviene que toda la atención de la gente esté enfocada en esa dirección.
El problema es que todas estas ideas están apoyadas por una serie de tradiciones que el tiempo se ha encargado de demostrar que no tienen asidero científico, o que al menos, no han sido demostradas. Nunca se ha conseguido evidencia, por ejemplo, en torno a los milagros de Jesús, ni tampoco hay prueba alguna de que éste haya resucitado alguna vez. El Dogma de la Transubstanciación, según la cual la hostia y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Jesús, se basaba en una ciencia aristotélica hace rato arrumbada por la moderna Teoría Atómica. El relato de la Creación según el Génesis ha sido incesantemente bombardeado por paleontólogos, geólogos y biológos, quienes han probado que el relato bíblico al respecto es substancialmente falso. El Darwinismo y la evidencia creciente sobre la evolución humana, a su vez, han hecho peligrar la noción de que el ser humano es especial porque a diferencia de los animales, tiene un alma, ya que cabe preguntarse en qué minuto, o con qué especie antecesora de la humana, apareció el alma. Por cierto, no hay evidencia fisiológica de que exista un alma inmortal, y por el contrario, lo que llamamos "conciencia" parece ser simplemente una serie de estados químicos a nivel de la mente, que ahora somos capaces de alterar con psicofármacos. Diversos episodios considerados sobrenaturales, como el oir voces de ángeles o del mismísimo Dios, hablar en lenguas, o las posesiones demoníacas, se explican en la actualidad por medio de fenómenos psíquicos bien conocidos y estudiados, tales como la histeria, las neurosis de conversión, o incluso las psicosis. En ese sentido, lejos de validar las creencias cristianas, la ciencia ha ido demoliendo progresivamente éstas.
No es raro entonces que la Iglesia Católica en particular, y el Cristianismo en general, haya reaccionado con tanto vigor contra la ciencia. En la Edad Media prohibió las disecciones, obligando a los estudiantes de medicina a estudiar por los manuales de Galeno, que, como probó Andreas Vesalio en el siglo XVI, estaban plagados de errores. El propio Vesalio fue condenado a muerte por la Inquisición, y salvó su vida en el último minuto gracias a que su poderoso protector, el rey Felipe II de España, le conmutó la pena por la peregrinación a Jerusalén (de todos modos, murió en el camino). En 1634 condenó al astrónomo Galileo Galilei a no defender la Teoría Heliocéntrica, y a arresto domiciliario de por vida, y este escarmiento fue tan ejemplarizador, que a partir de entonces todos los países bajo la férula de la Iglesia Católica se fueron quedando atrasados en lo científico, en beneficio de los países protestantes, en donde había mayor libertad intelectual y académica para investigar. En el siglo XIX, se opuso con vehemencia a la Teoría de la Evolución de las Especies, y sólo después de medio siglo aceptó que quizás el hombre sí estuviera emparentado con el mono. Pero en el campo protestante, las cosas no fueron mejor. En 1925, en el célebre "Juicio del Mono", un profesor fue condenado por violar una ley de Tennessee que prohibía la enseñanza de la Evolución. Incluso en la actualidad, grupos bíblicos han conseguido que en Kansas se enseñe el Diseño Inteligente (o sea, el Creacionismo) como alternativa al Darwinismo, a pesar del carácter ampliamente científico de las ideas darwinianas, y religioso del Diseño Inteligente. Es conocido también el dilema ético planteado por los Testigos de Jehová, quienes por sus convicciones religiosas basadas en una interpretación literalista a ultranza de la Biblia, prohiben las transfusiones de sangre entre sus propios fieles, incluso para salvarles la vida.
Y aún hoy, la Iglesia Católica y los grupos religiosos de Estados Unidos condenan la investigación científica con células madre, con argumentos pretendidamente éticos, que en última instancia son de carácter religioso.
LOS CIENTÍFICOS FRENTE AL PROBLEMA DE DIOS.
Se dice que en una ocasión, Napoleón Bonaparte le preguntó a Pierre-Simon Laplace, uno de los más connotados astrónomos de su tiempo, porque no hablaba de Dios en sus teorías, a lo que Laplace habría respondido: "Sire, jamás he necesitado de una hipótesis semejante". Más modernamente, Stephen Hawking ha mantenido posturas similares. Y lo cierto es que muchos científicos han prescindido por completo de Dios en sus investigaciones. Albert Einstein, sin ir demasiado lejos, era agnóstico (a pesar de provenir de una familia judía), y Charles Darwin podía ser calificado de cristiano más bien tibio. Carl Sagan lo expuso de manera bien cruda: si tienes un hijo enfermo puedes rezar o puedes darle una medicina, y quizás para salvarlo, lo mejor sería aplicar la ciencia.
Pero por otra parte, hay muchos científicos convencidos de que quizás Dios podría estar rondando allá afuera. Stephen Jay Gould escribió alguna vez que quizás haya espacio para la ciencia y la fe.
Y yendo más atrás, hubo científicos como Isaac Newton, quienes estaban convencidos en grado sumo de que al descifrar los misterios de la naturaleza, estaban en verdad penetrando en la mismísima mente del Creador del Universo.
Lo cierto es que los científicos han conseguido explicar muchos misterios de la naturaleza, pero aún quedan muchos otros por resolver. Y lo que no se sabe, simplemente no se sabe: pudiera ser que el camino no tuviera un final, o que no pudiéramos saber de ninguna manera si hay un final, o que Dios estuviera parado al final. No hay manera de saberlo, hasta que se sepa.
LA VISIÓN DE LA CIENCIA Y LA VISIÓN RELIGIOSA.
En última instancia, el conflicto entre ciencia y religión es parte de una guerra más amplia, entre la razón y la fe. La razón exige pruebas para dar algo por conocido, en tanto que la fe "conoce" algo sin prueba alguna. Parafraseando una expresión de Tertuliano, San Agustín decía que "creo porque es absurdo". Ahora bien, esto no es un verdadero conocimiento: puede que el creyente crea algo y acierte, pero eso no lo hace un conocimiento sino una casualidad. En ese sentido, si aparece un cadáver muerto a balazos, la razón exige interrogar a los testigos y examinar el arma homicida antes de dar con el culpable, mientras que a la fe le basta simplemente con apostar por la corazonada, y confiar que esa corazonada sea correcta, y que la persona que cree es el asesino, en verdad lo sea.
Esto tiene que ver con una profunda diferencia de método entre la ciencia y la religión. Siendo la religión una cuestión de fe, puede darse el lujo de saltar de lo particular a lo total, y ofrecer una visión totalizante de la naturaleza. Así, a partir de una serie de axiomas básicos, deduce todo el orden natural. La ciencia no puede proceder así: la ciencia necesita tomar casos particulares y, a través de la formulación de hipótesis y la experimentación sobre dichos casos particulares, inferir la ley que los explique ordenadamente. La religión procede así de lo general a lo particular, y la ciencia de lo particular a lo general.
Esta idea tan simple, alguien como Benedicto XVI se muestra incapaz de entenderla, como lo demostró en su Discurso de Ratisbona del 12 de Septiembre pasado, infaustamente célebre por haber ofendido a los musulmanes. En ese discurso dijo: "Tendremos éxito en hacerlo [en sobrepasar los peligros de la modernidad] sólo si la razón y la fe se reunen en una nueva vía, si nosotros sobrepasamos la autoimpuesta limitación de la razón a lo empíricamente verificable". Reunir a la razón y a la fe en una misma vía es imposible porque allí donde se sabe algo teniendo hechos y pruebas, no se requiere fe, y lo que se sabe por vía de fe, en realidad no se sabe de manera alguna (pasen San Agustín o Tomás de Aquino). Por ende, no hay ninguna autoimpuesta limitación de la razón a lo empíricamente verificable, sino que esto es lo único que en verdad cabe investigar, es decir, aquello que de verdad puede ser verificado. Y después remacha: "una razón que es sorda a lo divino y que relega a la religión al reino de las subculturas es incapaz de ingresar en el diálogo de las culturas". Esto significa establecerle a la razón el requisito de aceptar a lo divino, que es uno de los habitantes metafísicos tradicionales que nunca han podido ser probados, y por ende, verdaderamente conocidos. Y a mayor abundamiento: "la moderna razón científica simplemente tiene que aceptar la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales de la naturaleza prevalecientes como algo dado". La ciencia no tiene en principio que aceptar nada que no venga de la experimentación, porque de lo contrario caería en el "conocimiento por la fe", que como hemos insistido, no es conocimiento en absoluto. Y ya no hablemos del espíritu, sobre cuya existencia no hay evidencia alguna.
De este modo, mientras Benedicto XVI no mire las cosas de manera más lógica y racional, no hay esperanza alguna de que la Iglesia Católica se reconcilie con la ciencia. Y lo mismo vale para toda clase de grupos fundamentalistas, cristianos o no cristianos. Pero esto implicaría que ellos tendrían que renunciar a los jugosos dividendos sociales que les entrega el ser conocedores o pretendidos conocedores de una verdad absoluta.
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