26 febrero 2006

DARWIN Y EL EVOLUCIONISMO: UNA MALA NOTICIA PARA EL CRISTIANISMO.

La aparición en 1859 del libro "El origen de las especies", de Charles Darwin, fue una verdadera bomba de relojería instalada en la confortable visión del universo biológico que tenían los cristianos. A primera vista, las afirmaciones hechas en dicho libro eran una contradicción flagrante con el relato del Génesis, y peor aún, cuestionaban muy en particular la condición especial del ser humano en cuanto criatura dilecta de Dios. Los cristianos hicieron varios esfuerzos para atacarle, para adaptarlo, para ignorarlo, con los más diversos resultados. El Ojo de la Eternidad hace un breve repaso por el especial punto de vista adoptado por la religión sobre el Darwinismo, y sus intentos por neutralizarlo y/o eliminarlo.


[ILUSTRACIÓN SUPERIOR: Charles Darwin (1809-1882) en su ancianidad. Después de este venerable viejito, nada en la vida religiosa ha vuelto a ser igual].

EL ESTALLIDO DEL DARWINISMO.
Al contrario de lo que se sostiene corrientemente, las revoluciones germinan lentamente, aunque estallen de súbito. El Darwinismo no fue la excepción. Las ideas evolucionistas comenzaron a circular en el ambiente científico de Europa ya a finales del siglo XVIII. A comienzos del XIX, el biólogo Lamarck esbozó una completa teoría evolutiva, muy popular en aquellos años, aunque adolecía de un defecto fundamental: se basaba en la premisa de que los caracteres adquiridos se heredan, algo que hoy en día sabemos no es así (lo que se hereda es el material genético, y los caracteres adquiridos, como por ejemplo cortarle la cola a un ratón, no influyen en el material genético).
La gran revolución que llevó a cabo Darwin, no fue el Evolucionismo, sino el haberlo explicado convincentemente, a través del mecanismo de la selección natural de las especies. Hoy en día se sabe que no es la única manera en que las criaturas evolucionan (por ejemplo, otro mecanismo de evolución es el intercambio de material genético entre unicelulares), pero sí es la más importante de todas. La innovación darwiniana consistió en introducir criterios económicos a la Biología, hasta el punto de que alguien dijo que el Darwinismo era más Economía que Biología.
Cuando Darwin publicó "El origen de las especies", en 1859, dejó explícitamente fuera el tema de la evolución humana. Sabía que con ello se acarrearía las iras de los cristianos, para quienes aún el relato de la Creación según el Génesis debía ser leído de manera literal. De todas maneras, hubo una enorme cantidad de incidentes. Se ridiculizó a Darwin, retratándolo como un mono con su cara. Alguien le preguntó a un destacado evolucionista: ¿usted desciende del mono por parte de su abuelito o su abuelita? Una señora de la alta sociedad dijo algo así como: "Ojalá que no descendamos del mono, pero si es así, espero que no se sepa". En 1871, Darwin añadió la pieza final, publicando el libro "La descendencia del hombre". Con ello, la revolución darwinista quedaba consumada... y empezaban los problemas.

LOS SIMPÁTICOS FILÓSOFOS EVOLUCIONISTAS.
El Darwinismo hizo furor entre los filósofos, quienes desde el siglo XVII estaban interesados en encontrar nuevas maneras de explicar el mundo, sin tener que recurrir a los principios bíblicos. Quien llevó más lejos los planteamientos darwinianos en Filosofía fue Herbert Spencer, un hombre enormemente popular en la Inglaterra del siglo XIX. Spencer postulaba que la evolución natural había proseguido en una evolución social, la del ser humano. Toda evolución, según Spencer, tendía "hacia arriba", a crear especies cada vez mejores. Las ideas de Spencer alimentaron muy bien el ego británico, porque éstas podían interpretarse (y de hecho, ése era más o menos su sentido), de modo tal que proclamaban que el británico de mediados del siglo XIX era miembro de la "raza superior", y por tanto, estaba destinado a civilizar al resto del mundo. Esa idea no era propia de Spencer, pero él le había dado un "adecuado" fundamento filosófico. Spencer inventó algunos términos populares, como "supervivencia del más apto" (frase que erróneamente se le adjudica a Darwin, así como a Maquiavelo se le achaca el erróneo "el fin justifica los medios"), o "Darwinismo social", para referirse a una ética en particular: aquella de que en la sociedad había que dejar abierto el campo al funcionamiento de las leyes evolutivas, para que los más adaptados sobrevivieran, y los menos adaptados desaparecieran, y así la sociedad se hiciera cada vez mejor. Huelga decir que esta ética se avenía muy bien al liberalismo clásico británico, y fue muy popular entre la burguesía industrial, quienes eran justamente los que menos riesgo corrían de ser despachados por las fuerzas darwinianas (a diferencia de los grupos obreros, que preferíñan éticas más vinculadas al por ese entonces floreciente socialismo).
Spencer tuvo un sucesor en la figura del filósofo francés Henri Bergson, ya a comienzos del siglo XX. Bergson planteaba que todo lo vivo, y aún lo inerte en menor grado, estaba habitado por un "élan vital", que llevaba a las cosas a evolucionar desde la más grosera materialidad, a la más alta espiritualidad. El Vitalismo fue popular en el período entre guerras, e incluso Bergson inspiró a otros filósofos, como el renombrado historiador Arnold J. Toynbee, pero en general, fue una doctrina que quedó en el camino, por sus obvias falencias derivadas de su misticismo disfrazado en ropaje filosófico.

LOS CRISTIANOS Y EL DARWINISMO.
Frente a esta arremetida, el Cristianismo tenía que hacer algo. El reaccionario Papa Pío IX se opuso con todas sus fuerzas al Darwinismo, pero sus sucesores, aplastados por la evidencia, tuvieron que claudicar. En 1902, el Vaticano señaló finalmente que no tenía tanta importancia si el hombre había sido creado por aminoácidos o por barro de Mesopotamia, como que tenía un alma inmortal inspirada por Dios.
Esto no significa que dentro del Catolicismo no hayan surgido movimientos para asimilar el Darwinismo. El intento más serio que se emprendió, lo protagonizó Teilhard de Chardin. Este hombre era al mismo tiempo teólogo y paleontólogo, y no de los más despreciables: en su envidiable currículum tiene a su haber el hallazgo del Sinántropo, el mítico "hombre mono de Pekín", en 1925. Chardin postulaba algo parecido a Bergson, pero en versión cristiana: la evolución es un hecho, y las especies cambian, pero no lo hacen al azar, sino que tienden irresistiblemente hacia un mayor grado de perfección. Al final, toda la evolución acabará en el Punto Omega, que se identifica con Cristo, que es el final de la Evolución. Huelga decir que estos aspectos místicos de Chardin han sido un tanto resistidos por la comunidad científica en general, por más que su trabajo paleontológico sea enormemente respetado.
Otros cristianos, en cambio, se negaron a aceptar el Darwinismo en redondo. A comienzos del siglo XX, cobraron fuerza los movimientos creacionistas. Su bandera de lucha era una lectura rígida y dogmática del Génesis. En 1925, en Tennessee (Estados Unidos), consiguieron llevar a juicio a un profesor, de apellido Scoopes, por enseñar el Darwinismo, y lo condenaron; este triste episodio de la historia de la religión es llamado "el juicio del mono". Pero, ante la animadversión generada por estos fanáticos religiosos, en la década de 1980 surgió un nuevo movimiento, que intentaba renovar el Creacionismo. Se le llamó la Teoría del Diseño Inteligente, y aceptando las premisas del Darwinismo, sostenía que había cosas imposibles de explicar científicamente, y que por tanto, llevaban a la conclusión de que existía un dios creador detrás de todo. El Diseño Inteligente tiene dos falencias: una, a nivel de hechos, que juega con evidencia trucada, y dos, a nivel lógico, el que algo no pueda explicarse lógica o racionalmente no presupone de ninguna manera la existencia de un Dios (tampoco la niega, en realidad), sino que sólo presupone lo obvio: carecemos de datos para pronunciarnos sobre la cuestión, la que queda pendiente hasta que surjan nuevas investigaciones.

ALGUNAS IRONÍAS.
Lo irónico del caso es que el Cristianismo es, en un cierto sentido, una religión evolucionista. Todas las primeras religiones del mundo concebían a éste como un movimiento cíclico, derivado de la observación de los ciclos anuales vinculados a la agricultura. El Judaísmo fue la primera religión que rompió con esto, al sostener que el universo en verdad progresaba de acuerdo a los designios de un misterioso Plan Divino, que Yahveh ejecutaba escrupulosamente. Esta noción teleológica de que el universo tuvo un origen, y tendrá un destino final, la integró el Cristianismo dentro de su propio legado. El Cristianismo también postula una cierta evolución, al considerar a Cristo como un punto de inflexión dentro del Plan Divino. Lo mismo vale para varias filosofías "evolucionistas", incluso aquellas anteriores a Darwin. A comienzos del siglo XIX, el filósofo alemán Hegel postulaba que el universo entero evolucionaba para alcanzar un estado definitivo, el Absoluto. No en balde, antes de dedicarse a la Filosofía, Hegel había sido alumno en un seminario para curas, lo que explica el regusto teológico de sus argumentos...
En ese sentido, la Teoría de la Evolución de las Especies es la consecuencia natural que era de esperarse, cuando un científico agnóstico, pero formado en una atmósfera cultural inundada de Cristianismo, se pone a investigar sobre la naturaleza de la vida y se encuentra con algunas respuestas. En definitiva, por tanto, los grupos cristianos temen al Evolucionismo no porque sea algo intrínsecamente extraño a su religión, sino por el contrario, porque comparte un germen ideológico común, pero explica mucho mejor cosas que el Cristianismo no ha sabido explicar acertadamente. En definitiva, por tanto, la lucha contra el Evolucionismo no es más que el miedo de los fanáticos fundamentalistas a perder su propio poder, obtenido sobre la base de un supuesto conocimiento de algunas verdades supuestamente reveladas desde lo alto, y que la ciencia puede demostrar que son mortalmente erróneas.

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